“Nunca me lo imaginé. Llegaba a las 11 de la noche de trabajar en casas de familia y los veía durmiendo. Me di cuenta de que Mati y Jonathan se drogaban cuando ya tenían 14 y 15. Los llevé a centros de adicciones y hasta me agarré con los tranzas para que no les vendieran más droga. Como les debían plata, un día me vaciaron la casa. Hice de todo para ayudarlos. Pero mis nenes se me mataron, los dos a los 23. Un año, uno; al otro año, el otro. No me lo imaginé”.
Quien habla es Marta Radice, una mujer que trabajó en casas de familia, viveros y donde fuera para ayudar a su familia. Cuenta su historia con una voz cascada que de vez en cuando se apaga en pensamientos. Marta vive en Cuartel V, en Los Hornos, partido de Moreno. Es un barrio popular de calles de tierra, descampados y lotes con casitas apretadas, hechas de material y chapa, la mayoría todavía en obra o a medio hacer. Tiene 63 años, el pelo oscuro, le sale sonreír siempre, pero tiene el rostro curtido de tanto llorar por lo que pasó hace 15 años. Ella siente que ocurrió ayer.
“Cuando vimos los mensajes que se habían mandando entre ellos, antes de lo que pasó, supimos que habían hecho un pacto para matarse, para que yo no llorara más, para que no sufriera más. Pero se ve que me sobran las lágrimas”, le cuenta a LA NACION, con una sonrisa triste. Y enseguida suelta la revelación a la que se aferró: cuenta que es analfabeta, que no tiene estudios y que si bien no sabe muchas cosas, sí sabe que hay que hacer cosas para cambiar la realidad. “Yo supe, con la desgracia de mis hijos, que hay que sacar a los chicos de la calle”, dice.
Y eso es justamente lo que hace. Poco a poco, Marta armó en el barrio un espacio para que los niños y adolescentes puedan jugar, estudiar, hacer deporte y hablar sobre el impacto negativo de las drogas. Está convencida de que las horas que pasan en el Centro Comunitario de Cuartel V, más conocido como el comedor de Marta, son clave para que no entren en contacto con el consumo.
Marta insite en que no imaginó que sus hijos se quitarían la vida. De acuerdo a los especialistas, quienes piensan en ideas suicidas no siempre dan señales y si bien eso es una problemática de salud mental multicausal, afirman que la depresión es un cuadro que en muchos casos viene aparejado con las adicciones.
“La mayor parte de la población que consume tiene una enfermedad mental asociada. Algunos estudios hablan del 80%. Se llama una patología dual: dos enfermedades que interaccionan. Por ejemplo, un cuadro depresivo más el consumo”, explicaba en una nota con LA NACION el psiquiatra Bruno Buonsanti, quien además indicaba que es una problemática en aumento.
En el barrio conocen a Marta como alguien que sufrió mucho y como una luchadora. Ya en 1996 había abierto un comedor comunitario en la vereda de su propia casa de material y chapas, llena de hijos, cuatro de su marido y nueve con su marido, la familia grande que siempre soñó.
Ese pequeño espacio, en plena crisis económica y social de 2001 no dio abasto, así que lo mudaron a un descampado que había frente a su casa. Hicieron una casita de ladrillos con una cocina a garrafa.
Cuando los dos hijos de Marta se suicidaron, entre 2008 y 2009, ella no paró de llorar, pero tampoco de hacer. Aprovechó el terreno que circundaba el comedor y lo limpió para hacer una canchita de fútbol y organizar pequeños eventos para los chicos. Entre el tiempo libre de su marido albañil, el de varias vecinas voluntarias y el que le quedaba después de limpiar las casas en las que trabajaba, intentaron que el espacio estuviera abierto todo el día, de lunes a sábados. Ella quería que los chicos no estuvieran al alcance de los tranzas.
“Las horas que están acá es tiempo que le ganamos a la droga”, cuenta Marta. Si bien la problemática de las adicciones y el narcotráfico se manifiesta en todo el país, el riesgo de vivir en lugares donde la venta de drogas es algo cotidiano se triplica en los barrios populares y villas, según un informe reciente del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA.
Con el objetivo de ganarle a la droga, Marta siguió sumando actividades. En plena pandemia, la Municipalidad de Moreno hizo un convenio con ella para instalar un centro de testeo. A la casita comedor, que seguía en funcionamiento, se le anexó una galería vidriada y una importante construcción prefabricada. Pasada la emergencia sanitaria, Marta le pidió al municipio que se aproveche la estructura para un jardín maternal y un centro para tratar y prevenir adicciones a través de la organización Casa Pueblo. Y lo logró.
Después de idas y vueltas, consiguió todo. Con apoyó de la Municipalidad, a la canchita de fútbol se le sumaron juegos de plaza, clases de boxeo, acrobacias, apoyo escolar para niños, un taller de alfabetización de adultos y esta semana, vóley. Este punto del barrio, en un día fresco y soleado de diciembre, se siente como una bocanada de aire puro que huele a pasto verde recién cortado.
Una niña de unos 12 años que lleva a upa a un bebé de meses y dos nenas de menos de cinco años se acercan tímidas al centro. Son más de las 13 y ya se repartió comida a unas 270 familias. “Andá, acercate, preguntarles qué necesitan. No quedó nada, pero les hacemos una bolsa con paquetes de fideos. Hablales bien, ¿eh?”, le dice Marta a una de sus hijas, que viste un delantal cuadrillé azul y es una de las educadoras del jardín comunitario.
“Hay que hablarles bien a todos los pibes, a los adolescentes también, aunque tengan malas maneras. Si le tirás una piedra te devuelven otra. Se alejan, los perdés. Y una no sabe por lo que pueden estar pasando, hay que escucharlos”, cuenta esta mujer y habla de lo que puede no verse a simple vista porque insiste en que ella misma no lo vio.
Otra de las hijas de Marta llega con dos niñas. La expresión de la mujer cambia en una sonrisa de ojos brillantes. “Ella son dos de mis nietas. Tengo 24 nietos, ¿sabés?”. Las niñas la besan, le dicen que pasaron de grado, ella las abraza con ganas de no dejarlas de abrazar.
Un adolescente pasa por la vereda y grita, “Eh, ¡Marta!”. Ella lo saluda. Eso, lo del saludo, suele suceder porque ella va por las plazas diciéndole a los chicos que vayan al centro, los reta, les dice que no se acerquen a tal y cual. Y cuando llegan, los abraza.
A las actividades de Casa Pueblo van unos 20 chicos y chicas de entre 11 y 22 años. No todos tienen problemas de consumo. Muchos van para aprender sobre prevención. Ese día el grupo fue a visitar una granja de rehabilitación, está realizando un proyecto especial en el que hacen entrevistas.
“Yo les digo que la droga los lleva a una zanja; los lleva a ser detenidos; los lleva a la muerte. Acá les damos escucha, comprensión, cariño y respeto. Cosas que algunos no tienen en su casa. Esto los hace respetuosos y valorarse. Compartir experiencias con ellos me ayuda a vivir mi día a día”, dice Marta y se emociona, pero de felicidad.
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