Manuel Belgrano: las batallas del prócer que perdió todo lo que quería

El 20 de junio es el día de la Bandera y los argentinos recordamos a Manuel Belgrano. Aunque parezca dicho, deberíamos buscar por dónde empezar.

Esta historia comienza cuando la frágil María Josefa González Casero dio a luz a Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, el 3 de junio de 1770, en la casa donde vivía junto al segundo hombre más rico de Buenos Aires, el comerciante italiano Domingo Belgrano y Peri –“Pérez”, tal como le decían desde que se había naturalizado español-.

Sí, su gran casa natal solariega sobre el fango pegajoso del número 430 de la actual Avenida Belgrano, casi pegadita a la la Basílica de Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo (1751) -en donde a las 24 horas y sin demorar un minuto lo hicieron cristiano-, podría ser un buen principio para comprender la magna obra del prohombre que nació en cuna de oro y murió en la más completa de las pobrezas, enterrado con una lápida sencilla, hecha del mármol de su mesita de luz.

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Arrancar por la genealogía prolífica del creador de la bandera conduce a una familia que no perdía el tiempo en una ciudad donde aún no se sabía mucho qué hacer.

Manuel Belgrano, el prócer

Nuestro prócer fue el cuarto heredero entre 16 hermanos; dos de ellos tomarían los hábitos y otros tres, murieron antes de cruzar la infancia. Eran muchos, sí, justa razón para que Don Domingo “Pérez” agudizara su buen ojo para los negocios. Su celebérrimo hijo contó en su autobiografía, que su progenitor labró su fortuna gracias al monopolio y el contrabando que facilitó la flamante ruta comercial entre Buenos Aires, Potosí y Lima, a partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata, en 1776.

Claro porque, al nacer, Buenos Aires pertenecía al virreinato del Perú y de no haber sido por ese desguace del destino, Manuel Belgrano habría sido peruano.

Manuel Belgrano.

Don Domingo Belgrano movió todas sus influencias para que sus hijos recibieran una educación de elite. En el caso de Manuelito, recayó en los jesuitas su alfabetización. En sus manos estaba el Colegio de San Ignacio que funcionaba en la Manzana de las Luces, sobre la actual calle Bolívar, entre Moreno y Perú.

¿No es ese el Nacional Buenos Aires? Claro, en 1654, para sacar a los chicos del sucio fandango porteño donde cazaban patos y gallaretas, junto al hedor de los muertos que el tifus desplomaba a su paso, el Cabildo de Buenos Aires encomendó a la Compañía de Jesús que se hiciera cargo de ellos y seis años más tarde, comenzaron a disciplinarlos.

Cuando los devotos de Loyola fueron expulsados del territorio americano (1767), los niños-futuros-prohombres volvieron a la carga entre las vacas, ovejas y caballos que pastaban a sus anchas por las calles sucias y hediondas. Como las madres no daban abasto para domesticarlos en una ciudad aún más rural que urbanizada, el virrey Juan José de Vértiz cortó por lo sano y reinauguró el claustro de San Ignacio como Real Colegio de San Carlos “para paliar los extravíos de la juventud por falta de reclusión”, en referencia a la escolar, por cierto.

La alfabetización virreinal de fines del siglo XVIII permitía elegir entre dos regímenes educativos: el pupilaje (“colegial”) y los alumnos de día (“manteista”). Durante más de una década estuvo regido por el santafesino Juan Baltasar Maciel, el sacerdote que tenía la mayor biblioteca del virreinato y que mejor representó la genuflexión de algunas sotanas con el poder político de turno (varios poemas edulcorados lo testimonian).

Por esas aulas del Real Convictorio Carolino pasaron, además de Manuel Belgrano, otros cinco ilustres del primer gobierno patrio: Cornelio Saavedra, Mariano Moreno, Juan José Paso, Juan José Castelli y Manuel Alberti. Luego, muchos más: Manuel Dorrego, Antonio Balcarce, Nicolás Rodríguez Peña, Mariano Necochea, Tomás Guido, Martín Rodríguez, Francisco Narciso Laprida, Juan Martín de Pueyrredón, Bernardino Rivadavia, Vicente López y Planes, etc.

Volviendo a nuestro personaje, mientras Manuelito estudiaba latín y teología en el colegio que glorificaba al rey Carlos III, el padre iba y venía de Lima con lana de vicuña y cueros de vaca; partía hacia Madrid, con ponchos y tabaco para regresar con vinos; o enfilaba hacia Brasil, llevando plata que canjeaba por esclavos. Don Domingo Belgrano fue el primer contador de la Real Aduana de Buenos Aires, un negocio redondo, se comprende.

Estalló la interna entre descendientes de Belgrano

Entre chacras y estancias, los Belgrano acumularon 20 propiedades en la provincia de Buenos Aires, sin contar los campos en Arrecifes y las tierras para pastorear ganado en la Banda Oriental.

Desde luego, los Belgrano no hubieran tenido tan buen pasar sin la generosidad de funcionarios a quienes Don Domingo retribuía sus guiños convirtiéndose en su más leal prestamista.

Un ida y vuelta al margen de la ley que hizo que Belgrano, ya adulto, aborreciera el enriquecimiento ilícito de los comerciantes y pidiera a gritos que un Estado fuerte les pusiera freno. “Veo empresarios empapados de codicia, que se vuelcan al contrabando acelerando la destrucción del Estado”, escribió. Hablaba de su padre, ¿no?

La formación en España, hacia donde partió el hijo apenas con 16 años para estudiar Leyes, fueron chirolas para Don Domingo Belgrano “Pérez”. Se recibió de abogado a los 19, con título de la Universidad de Salamanca, homologado en Valladolid, mientras el Virreinato del Río de la Plata políticamente comenzaba a arder. En 1794 su padre, también capitán de caballería y regidor del Cabildo de Buenos Aires, le pidió que volviera.

Manuel Belgrano y el 20 de junio

Así dicho, esto no suena a la laboriosa génesis de un héroe de la patria. ¿Por qué no ir directo a lo grande y decir que esta historia comienza el 27 de febrero de 1812, cuando Belgrano creó el más importante de los cuatro símbolos de la argentinidad? Sí, la bandera, “copiando los colores del escudo de la patria”.

Y aunque lo avisó por oficio a la Primera Junta de Gobierno, la noticia cayó como bomba, porque ya desde el embrión para un argentino no hay nada más molesto que otro argentino. Poco gustó que el treintañero tomara decisiones sin consultar.

Allí, con el Río Paraná salpicándoles las botas de cuero, justo donde hoy está el Monumento Nacional a la Bandera, en Rosario, Belgrano estrenó el pabellón izándolo ancho de orgullo ante las baterías Libertad e Independencia.

Sin embargo, el gobierno central invalidó esa jura y para que quedara claro quién mandaba, le ordenó volver a hacerlo doce meses más tarde, el 13 de febrero de 1813, en Salta. Fue todo igual, pero frente a la orilla del Río Juramento. Y el bautismo de fuego sucedió poco después, cuando Belgrano y el Ejército del Norte despedazaron a los realistas en la batalla de Salta. Todo parecía auspicioso: Argentina ya era Las Provincias “Unidas” del Río de la Plata.

Manuel Belgrano: la historia en torno a la verdadera casa donde nació y murió

¿Y por qué, entonces, no es una tórrida fecha de febrero sino el frío 20 de junio el día de la Bandera? Porque nosotros todavía no superamos la necrofilia y elegimos el día de la muerte para rendir homenaje póstumo a uno de los cuatro próceres esenciales de la patria. Estamos condenados a agradecerle siempre a un muerto lo que no le agradecimos en vida. Sí, Argentina necesita un psicólogo.

Esta historia, a decir verdad, debería comenzar aun doce años antes, en los albores del siglo XIX, cuando todavía no existían los derechos humanos y los hombres eran capaces de cualquier cosa sólo por amor.

Las batallas de Manuel Belgrano

Rebobinemos. Esta historia comienza en 1794 cuando Belgrano tenía 24 años, ya sabía que más que el derecho y la economía le gustaban los idiomas, pero en la cabeza le hervían las ideas que le habían inyectado las obras de los franceses Rousseau, Voltaire, Diderot, D’Alembert, Quesnay y Turgot. Pero ante todo, una de Gaspar Melchor de Jovellanos: Ley Agraria, crítica sagaz al régimen (im)productivo español.

Jovellanos -el primero que tradujo El paraíso perdido (Milton) al español- proponía varias cosas:

  • entregar terrenos baldíos a los privados para que ellos los trabajaran en provecho propio;
  • mejorar la educación con más materias científicas;
  • que el Estado se dedicara a hacer obras públicas. Jovellanos mismo dio el ejemplo, al impulsar el trazado de una carretera “moderna” entre Gijón, su ciudad natal, y León.

Todo eso sacudió a Belgrano más que los amoríos estudiantiles y lo despabiló al punto de sentir que del otro lado del Atlántico, la Reina del Plata, seguía esperándolo su lugar en el mundo. Allí, donde todo estaba aún por hacerse, debía desembarcar con esas ideas locas de una nación más justa y generosa. Y por supuesto, esa historia terminó mal.

Así era Buenos Aires hace 215 años

Imaginemos cómo era Buenos Aires hace 220 años cuando un veinteañero de la elite comercial porteña regresaba con sífilis e ínfulas europeas a una ciudad con menos de 40 mil personas.

Como mojarse los pies en el río era una completa inmoralidad, las únicas distracciones de las jovencitas casamenteras porteñas era caminar junto a sus esclavas cuando no llovía, emperifollarse con zapatos blancos si diluviaba y subirse al carro tirado por caballos que las depositara en tertulias exclusivas para amigos. A partir de 1804, a la agenda porteña se sumó el Coliseo Provisional de Buenos Aires, que mandó construir el virrey Sobremonte, sobre las actuales Reconquista y Perón, justo enfrente del Colegio de la Merced (que no era un colegio sino un convento y después, un orfanato).

Manuel Belgrano participó en una docena de enfrentamientos armados.

Una muy buena opción era hacerse amiga de Mariquita Sánchez, a quien se le permitían cosas negadas para el resto; enamorarse, por caso: el casamiento con su primo, prohibido por su propio padre, fue autorizado por el virrey.

Las muchachitas que solían desposarse con parientes, en bodas endogámicas arregladas por los padres para preservar el linaje -cuando no viejos ricachones con la piel exudando rancio olor a tabaco-, vivían esperando noticias que las sacaran del insoportable sopor rioplatense.

Lo peor que podía pasarles era enfrentar su deseo al de sus inflexibles progenitores. Si sucedía, irían a parar al Colegio de Huérfanas en Buenos Aires, fundado por la Hermandad de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, donde al ingresar las rasuraban.

Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez, un amor signado por la fatalidad

Mezcla de escuela, reformatorio y agencia matrimonial, allí no sólo concurrían las chicas díscolas pero de buen linaje, sino también las pobres (siempre que los padres de las primeras dieran suculentas donaciones para recibir también a las segundas). Es decir, un internado para múltiples desamparos, ya que además de las ricas rebeldes terminaban allí las casadas abandonadas por su maridos, o aquellas que debían alejarse del “mal” –es decir, de un hombre. No obstante, cuando los curas consideraban que ya estaban preparadas para vivir en sociedad, recibían a algún “buen hombre” o un militar que sentía deseos de contraer matrimonio, se realizaban entrevistas, elegían una candidata, le daban su bendición y la muchacha se iba con el futuro esposo.

Allí aprendían la “labor de costuras y demás oficios necesarios para el sustento de la casa”, pero también tareas caritativas: dar de comer a enfermas en un hospital, rezar, conversar. Cuando el Colegio se inauguró en 1755, tuvo 12 internas; cuando nació Manuel Belgrano, ya eran 150 y después, bastante más. En Buenos Aires pasaba de todo.

Las batallas del prócer

Y nada mejor que el regreso de un auténtico don Juan rico, veinteañero, de buenos modales, refinado y de voz melodiosa, para que el chisme corriera como reguero de pólvora.

Manuel Belgrano fue el protagonista de innumerables veladas en las que intercalaba frases en francés con sus clichés preferidos: «fundar escuelas es sembrar en las almas», solía decir; “la vida es nada si la libertad se pierde” –la más imbatible de todas-. En una sociedad diminuta y pacata, entre las señoritas casamenteras rodeadas de curas, comerciantes y uniformados, “no es lo mismo vestir el uniforme militar, que serlo» era la campana que preludiaba los estallidos de estrógenos.

Tras la insólita jura desjurada sobre el río Paraná, s reencontraron y el amor nació. El ya sobrepasaba los 40 y ella, sólo tenía 27 años»

Contrariamente al rumor de homosexualidad que dejaron correr algunos biógrafos (el famoso retrato de piernas cruzadas o con apretadas calzas blancas-, su delicadeza y el rulito en la frente- parece que sus modales cortesanos hacían furor en una comunidad donde el amor sólo parecía ser lo de menos.

En una de las paquetas veladas porteñas antes mencionadas, conoció a María Josefa Ezcurra. Era el año 1802. La mayor de los Ezcurra había sido casada con su primo Juan Esteban Ezcurra, cuando éste llegó de Navarra. Tras nueve años de matrimonio, sin hijos y a disgusto con la «agitada» vida porteña, el hombre ya había regresado a España para seguir con sus negocios. Como se dijo, sólo había dos opciones: o la internaban en el Colegio de Huérfanas o seguía considerándose casada, aunque la hubieran abandonado.

María Josefa eligió lo segundo, pero sólo hasta que el creador de la bandera regresara a Buenos Aires, tras la insólita jura desjurada sobre el río Paraná. Se reencontraron y el amor nació. El ya sobrepasaba los 40, pero tenía varias batallas ganadas (en todo sentido) y ella, sólo tenía 27 años.

Cuando le ordenaron a Belgrano ir nuevamente hacia el Norte, María Josefa Ezcurra estaba esperando su primer hijo y el padre era un patriota: debía partir, pero el amor hizo que ella lo siguiera por Salta, Tucumán y Jujuy, sin temores ni remordimientos. Sin embargo, ¿qué castigos le impondrían cuando supieran que había cruzado las normas sociales más allá de lo aceptado?

No tendría la misma suerte que le tocó a Mariquita Sánchez de Thompson con su primo, en 1805 (Sor Justa Rufina Díaz, rectora de la Casa de Ejercicios de Mama Antula la había hospedado –y hecho la vista gorda a las visitas nocturnas del novio camuflado de aguatero- hasta que el mismísimo virrey Sobremonte aprobó su unión. Los suyos eran los tiempos de Juan Manuel de Rosas, el esposo de su hermana Encarnación, y ya podía imaginar hasta dónde podía llegar el carácter sanguíneo de su cuñado –en 1848 no le quedarían dudas, cuando comprobó que mandó perseguir y fusilar a Camila O’Gorman, también embarazada, del cura Uladislao Gutiérrez.

Los amantes decidieron entonces que el bebé naciera en la solitaria estancia de unos amigos en Santa Fe. El 30 de julio de 1813 Pedro Pablo llegó a este mundo en el más completo de los secretos. Sus padres biológicos nunca lo reconocieron, pero ante el ruego de Encarnación, el Restaurador lo adoptó, crió y quiso como si fuera propio. Aun cuando, por pedido escrito del padre biológico, Rosas debió revelarle quién había sido su verdadero padre. Pedro Pablo tenía 24 años, era un estanciero y vivía en Azul, donde también era juez de paz. Desde entonces, adoptó el apellido Rosas y Belgrano.

Los amantes decidieron entonces que el bebé naciera en la solitaria estancia de unos amigos en Santa Fe…»

El escándalo que rodeó la creación de la bandera podría, sin embargo, haber sido incluso de mayores dimensiones, ya que cuando María Josefa se despidió de Belgrano para ir a dar a luz, el prócer buscó consuelo en otra jovencita, esta vez una tucumana de 15 años, María Dolores Helguero. Ante un futuro sentimental incierto, le prometió matrimonio y marchó a seguir amedrentando realistas con sus tropas en el Litoral. Se rencontraban intermitentemente, hasta que, ante su indisimulable embarazo, el padre la obligó a casarse con otro para salvar su reputación social.

Esta vez nació una niña el 4 de mayo de 1819 y la bautizaron Manuela Mónica del Corazón de Jesús. En febrero del siguiente año, Belgrano viajó hasta Tucumán para conocer a su hija y supo entonces que el esposo había abandonado a María Dolores, pero tampoco podría casarse con ella, ya que legalmente seguía casada.

Ya entonces, la hidropesía le traía bastantes complicaciones al héroe de la patria y regresó a Buenos Aires. Le pidió a su hermano Domingo Estanislao, que redactara su testamento. Sabía que al varón no le faltaría un buen pasar, pero le preocupaba el futuro de su hija. Y decidió que “secretamente pagadas todas sus deudas, aplicase el remanente de sus bienes a favor de una hija natural llamada Manuela Mónica que de poco más de un año había dejado en Tucumán”.

Cuando Manuela cumplió 5 años, se hizo cumplir el segundo deseo de Manuel Belgrano: que la llevaran a Buenos Aires para vivir con su tía Juana Belgrano de Chas. Fue educada en su casa, como se hacía con las mujeres de la alta sociedad y aprendió inglés y francés. Se dice que otro tucumano, Juan Bautista Alberdi se enamoró perdidamente de ella, pero ella no quiso casarse con el autor intelectual de la Constitución argentina sino con Manuel Vega y Belgrano, su sobrino político y tuvieron tres Belgranitos.

El prócer que perdió todo

El 20 de junio de 1820, a las 7 de la mañana, Manuel Belgrano murió sin penas ni glorias, el mismo día en que la dislocada Buenos Aires tuvo tres gobernadores en un mismo día. Fue sepultado en el atrio del Convento de Santo Domingo. Recién al día siguiente, los argentinos conocieron la triste noticia por un sucinto obituario en el periódico del sacerdote Francisco de Paula Castañeda, El Despertador Teofilantrópico Místico Político.

Dentro de su casa había un único objeto digno de escapar al olvido, un reloj de oro que le había regalado el rey Jorge III de Inglaterra. Se lo dejó a su médico escocés, Joseph Redhead. Pocos días antes había cumplido los 50.

En 1863, su hijo también habría de fallecer a los 50 años, dejando en este mundo algo mucho más valioso, 16 hijos que el creador de la bandera jamás conoció.

Su padre no había sido, como él, un militar de carrera, pero había elegido con determinación el camino más duro, para ser parte de la nación que había soñado cuando trabajaba en un bufete de abogados en España.

“Método no desorden; disciplina, no caos; constancia no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad, no condescendencia», decía más tarde con convicción y lo demostró con estrategia ordenando el Éxodo del pueblo jujeño hacia Tucumán (1812).

Desde que dijo presente en las dos invasiones inglesas (1806 y 1807) su arrojo quedó plasmado en numerosos combates. Entre los ganados, Campichuelo (1810), Las Piedras (1812), y las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813) con el Ejército del Norte, ambas cruciales para consolidar la causa independentista. Sin embargo, en su vida hubo muchas luchas pérdidas, en todos los sentidos, además de las de Paraguarí y Tacuarí (1811), en la Campaña al Paraguay; y Vilcapugio y Ayohuma (1813).

«Nuestros patriotas están revestidos de pasiones, y en particular, la de la venganza; es preciso contenerla y pedir a Dios que la destierre, porque de no, esto es de nunca acabar y jamás veremos la tranquilidad», había escrito.

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